Vol. 1 Núm. 169 (2011): La religión y los Jóvenes
Ante los acontecimientos que en las últimas décadas nos asombran y nos perturban, el culto a la Santa Muerte para miles de sus adeptos es un bálsamo.
Su difusión en todo el territorio nacional y sus repercusiones allende las fronteras, son ya un fenómeno que no podemos ignorar, puesto que nos invade con muchas preguntas y cuestionamientos de base sobre nuestras pobres certezas religiosas.
El movimiento telúrico que convulsiona las capas de concreto de nuestros monumentos sagrados, seamos creyentes o no, y que tiene como epicentro el imaginario social de crueldad y de devastación de los vestigios humanos, nos hace pensar profundamente en el culto a la Santa Muerte, sobre todo por aquellos que son los más olvidados del sistema, por los permanentemente desafiliados, por los culpables, por los presos, por los delirantes, por los asesinos, por los inadaptados que le rinden adoración.
Pero también por los ignorantes, por los políticos, por los artistas, por la gente de poder, por los intelectuales y antropólogos arribistas que se suben al camión del ritual. Por si sí o por si no. No obstante su descendencia prehispánica, con el culto centrado en el valor del guerrero, o con sus raíces modernas centradas en la época de la Colonia, con personajes tales como la Llorona, o el Nahual, en el mundo de ahora la Muerte resurge como una imagen construida casi al modo de Jeremías Bentham como una construcción colectiva que está ahí, detrás de la mirilla de la torre central, en donde se ha introyectado la imagen de la Santísima. Aunque detrás de la mirilla no hay nadie. Es una representación colectiva que todo mundo comparte a su modo.